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Crónica urbana

Tengo que pasar por el Mercado Central y ensayo – inconformista insufrible – un gris acercamiento sociológico a la experiencia. Es inevitable: la vida está ahí mismo con su patente humanidad.

Toda suerte de olores, desde los que evocan infancias lejanas hasta los más ofensivos salen al encuentro del transeúnte. Ya a esa hora unas chicas se ofrecen tratando de disimular el tedio y el asco de esa atmósfera marginal. Por supuesto que los turistas sólo advierten el lado folklórico de los restaurantes y de las frutas, verduras y pescados; se sacan fotos para registrar su pintoresco paseo. En tanto en las trastiendas se negocian cuerpos, se transan películas, música y videojuegos piratas; se urden trampas comerciales, se venden artículos robados a los incautos, se soborna a inspectores municipales y policías. Se degrada el cuerpo, el lenguaje, la infancia.

Aquí la picardía no es esa simpática viñeta urbana que suelen dibujar escritores y periodistas; es una empresa agresiva, feroz, opresiva. Destruye la confianza, los principios y el respeto. En ese amasijo de gente, lo mejor y lo peor de la naturaleza humana se despliega bajo la contaminada claridad del día.

He aquí el mundo que clama por luz, amor, auténtica redención. Cansado de políticos, jueces, líderes religiosos y otras figuras públicas, se vuelca al universo de la farándula y de la picaresca con toda su dudosa ética. Movido a voluntad por los hilos de los medios de comunicación, la gente se traga ruedas de carreta en lenguaje popular y todo se hunde en un pantano conceptual sin fondo.

Admito con vergüenza que me cuesta acercarme a estos universos. No sé a veces qué se puede hacer en medio de todos estos olores y gritos, donde todas las categorías normales de las relaciones humanas significativas desaparecen para dejar paso al mal, al miedo y al dolor de los victimados. Cómo ser testigo ahí y no desde la cómoda tibieza de los templos, donde la preocupación del día es cómo perfumar el alma y cómo reunir setenta mil dólares para comprar el equipo de sonido a fin de “adorar a Dios” más adecuadamente.

Me alejo del lugar y no puedo dejar de pensar en la creciente inutilidad del quehacer evangelístico convencional, en la arrogancia del discurso religioso, en lo irrelevante de sus intereses y lo tremendamente centrada en sí misma que es la vida institucional de tanto creyente.

Qué deudores somos de este mundo…

Benjamín Parra Arias

Hay otros universos alrededor nuestro. Contenidos, significados, códigos diversos. Sobre todo, vidas intensamente reales. Espejos donde nos vemos tal cual. Imaginaciones, sueños, broncas, esperanzas, crónicas y memorias...

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