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Desencanto de la inocencia

Paula (seis años):

—Papá, ¿Dios está en el cielo?

Yo (padre relativamente joven):

—Sí, mi amor, está en el cielo.

Paula (después de unos segundos de silencio, pregunta con tremenda inocencia):

—¿Y por qué no se cae…?

Cuando éramos chicos la vida era un territorio inexplorado. Nuestra pregunta se abría sin límite. No teníamos idea de que los sueños existían porque vivíamos en uno todos los ratos. Todo era descubrimiento, todo era novedad, todo se nos presentaba inocente, transparente, total.

Nuestras preguntas tenían la sinceridad que nos suministraba nuestra corta vida. No sabíamos de prejuicios. No teníamos normativas intelectuales. Toda la curiosidad estaba disponible porque no sabíamos nada y queríamos abarcarlo todo.

¿Por qué Dios estaba enojado por la negativa del Faraón si El mismo le había endurecido el corazón? Si Judas había sido elegido desde antes de la fundación del mundo para traicionar a Jesús, ¿qué culpa tenía el pobre? ¿No estará aburrido Dios si todo lo que acontece El ya lo tiene armado desde antes de los tiempos; ¿qué novedad o suspenso puede experimentar?

Mi mamá preparaba el puchero y yo le hacía esas preguntas con la más absoluta inocencia. Me miraba entre impaciente y desconcertada: “Niño, no me importune con esas cosas. Usted crea no más y no pregunte leseras.”

Después de las grandes asambleas del templo regresábamos a casa y había peleas, quejas por las deudas, desencuentros, arrebatos de ira, violencias solapadas. Concluí de chico que a lo mejor Dios vivía en el templo y por eso se pasaba bien sólo allí. Quizá por eso mi mamá decía que el único lugar donde estaba feliz era en la iglesia.

Tenía que cumplir tal vez catorce o quince años para entender que la inocencia es interrumpida más temprano que tarde. Ojalá sólo fuera enterarse que Papá Noel no existe o que los niños no vienen de París. No. Era que las palabras hermosas de la fe morían en la práctica cotidiana. Que la doctrina siempre era desvestida por la realidad, la a veces pobre realidad de todos los días.

“Este mundo no es perfecto”, me dijo un día un jefe que tuve a los 16 años. “Entiendo eso”, le respondí; “pero ¿por qué no te lo dicen desde el principio? ¿Para qué te cuentan cuentos de la vida abundante y que con Cristo en la familia qué feliz hogar?”

A veces, es bueno recordar…

Benjamín Parra Arias

Hay otros universos alrededor nuestro. Contenidos, significados, códigos diversos. Sobre todo, vidas intensamente reales. Espejos donde nos vemos tal cual. Imaginaciones, sueños, broncas, esperanzas, crónicas y memorias...

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