“Somos un pequeño pueblo muy feliz” cantaban algunas mañanas al iniciar sus actividades en la comunidad. Se vivían allí los intensos intensos años de formación para la tarea suprema. Para la misión de alcanzar al mundo y transformarlo para la gran causa.
Pasaban cantidad de horas cada día en detallado estudio. Exploraban la inmensidad de los principios teóricos y prácticos para el desempeño de una vida victoriosa y feliz.
Si hubiera estado dentro de sus artículos de fe, se habrían flagelado cada mañana antes del reducido desayuno; hubieran asegurado así que ninguna polución empañaría el magnífico proceso del conocimiento.
Recibían diarios informes acerca de la marcha de la gran tarea en todo el mundo. Más tarde, de nuevo, se entregaban a la cátedra. Seguirían con sus trabajos prácticos y a la noche se adentrarían aún más en los misterios del saber infinito.
Por cierto, cada mañana serían conminados a dedicar unos minutos a elevar sus plegarias en favor de la nación. Así vendrían sobre ella bendiciones indescriptibles; el conocimiento de su anuncio sería derramado en cada rincón. Con ello, verían cumplida su responsabilidad con el mundo de los otros.
Leían la literatura de sus nobles prohombres. Oían sólo la música producida por sus salmistas. Sus solemnes convocaciones atraían adeptos que querían oír sus teorías liberadoras. Su apasionado ejercicio por obtener la estatura de la perfección llenaba todas sus horas. Estaban completos, no les faltaba nada, estaban listos. Eran un pequeño pueblo muy feliz
Este relato imaginario podría ocurrir en un lugar apartado o en el centro mismo de la ciudad. De ella sólo se saldría únicamente para hacer las compras esenciales. Los fines de semana ellos serían comisionados a una noble tarea: iluminar con su conocimiento a comunidades menos afortunadas en la disciplina de la pedagogía superior.
Afuera, el mundo era ancho y ajeno. El dolor, la miseria y la represión brutal del sistema político establecían su siniestro magisterio sobre la vida de millones de otros seres. El abuso, el desamparo, la destrucción de la vida eran el tributo macabro pagado por una parte para que otra creciera en orden y paz según el lema oficial.
La vida de los otros – Benjamín Parra
No hay manera de justificar la crudeza de tal ausencia. Es difícil, aún hoy, comprender cómo uno se hace disponible para la audacia de tal indiferencia. No hay medicina que sane tal herida abierta en la conciencia.
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