En una clase sobre poesía que dio Jorge Luis Borges en la Universidad de Columbia en 1971 afirmó algo más o menos sorprendente: que había escrito Fervor de Buenos Aires no como un elogio a la capital argentina de aquella época (c. 1920). Lo consideraba más bien la descripción de su vivencia cotidiana, de sus encuentros y emociones.
Me he tomado la libertad de parafrasear el título de su libro porque esta nota no es, indudablemente, un elogio a la pandemia. Son ciertas respuestas frente al asunto, racionales unas, otras más bien sentimentales.
Es un lugar común afirmar que en tiempos de grandes catástrofes la gente se hace más ferviente de Dios. Plegarias y rezos, lectura de la Biblia, estudios bíblicos online y cadenas de oración circulan por las redes.
Nunca los domingos tuvieron tanta asistencia a los cultos como en la audiencia online. Se multiplican en las aplicaciones sociales alusiones a castigos y venganzas de Dios. Y, previsiblemente, los temas predicados se concentran en la peste. Se despliegan versículos que afirman la inminencia de la así llamada segunda venida. Se describen señales inequívocas de los últimos tiempos.
A eso me refiero con fervor de coronavirus. Algo así como una devoción condicionada por el miedo y la incertidumbre.
Esta condición puede ser muy diferente a la consistencia y la paz de quienes no dependan de señales y anuncios apocalípticos. Es gente fundada en la afirmación inequívoca y constante del amor de Dios y la orientación inteligente de Su palabra. Gente que está lejos de miedos coyunturales y terrores escatológicos. Cuidarse rigurosamente, obedecer las restricciones impuestas por las autoridades de salud y esperar. Es lo que hay que hacer.
Es frecuente también leer notables reportes de las organizaciones dedicadas a la evangelización sobre la creciente cantidad de conversiones registradas. Uno puede detectar incluso una cierta alegría por el hecho. Por cierto, es loable que personas conozcan a Jesús. Es triste, sin embargo, que un hecho semejante tenga como color de fondo la muerte de miles de seres humanos. Eso debería entristecernos mucho más y hacernos desear que la gente se convierta a Cristo por causas menos trágicas.