Un antiguo relato ilustra la idea de que hay cosas que no se dicen, si uno no se quiere meter en problemas, claro.
Recordarán la historia de aquellos estafadores que ofrecieron a cierto vanidoso rey hacerle un traje con una tela invisible que sólo podía ser vista por la gente inteligente.
El día del estreno de su flamante traje en la corte, todos vieron que estaba desnudo. Pero nadie dijo nada, porque ya estaban advertidos que la tela revelaría a los ignorantes.
Todo terminó mal cuando un niño presente gritó: “¡El rey está desnudo!”.
En esta historia, el grito de ese chico fue una liberación. Los cortesanos deben haberse sentido aliviados al comprobar que en realidad no eran tan tontos.
En la historia nuestra de todos los días, las cosas no funcionan así. Quienes ejercen el oficio de señalar las desnudeces del sistema siempre la pasan mal. Porque hay cosas que no se dicen.
Recurro siempre a la imagen del profeta Jeremías, uno de los denunciantes más controvertidos del Antiguo Testamento, metido dentro de un tronco hueco y aserrado hasta la muerte.
No sabemos si esta tradición es cierta, pero se corresponde con el desagrado que provocaron sus palabras entre sus propios conciudadanos. Especialmente, entre los jefes religiosos y políticos.
Decir lo que está mal es peligroso, particularmente si eso se refiere a los dirigentes y al círculo más duro del poder. He sufrido personalmente las consecuencias de haber apuntado a la cabeza del sistema. No quise nunca aceptar que hay cosas que no se dicen.
Pero es otra cosa la que duele más: la mayoría de la gente defiende al sistema y suele ejercer la más amarga oposición a las palabras del denunciante.
Los años me han permitido entender las razones que tiene la “inmensa mayoría” para rechazar al disidente. Ella siempre se alinea siempre con el discurso de la enseñanza recibida. Han sido adoctrinados en la idea de que hay cosas que no se dicen.
Se la ha convencido que la doctrina es incuestionable, es suprema, es divina y no admite contradicciones. Así como se les dijo que es, así es. No hay lugar para cuestionar, pensar independientemente o digitar el sistema. La gente defiende el discurso “sagrado”.
Qué triste es que la inmensa mayoría prefiera la tibia tranquilidad del orden establecido. Es posible que se dé cuenta de que las cosas no andan bien, que hay iniquidad en el sistema.
Pero confrontarlo amenaza la tranquilidad de la vida. Es lindo estar en paz, asegurar las bendiciones adquiridas.
Por eso el oficio de decir lo que se debe decir seguirá siendo, supongo, una tarea ingrata y las más de las veces inútil. Porque como solía decir mi madre: “Niño, eso no se dice.” Porque, nos guste o no, hay cosas que no se dicen.
El siguiente crédito, por obligación, se requiere para su uso por otras fuentes: Artículo producido para radio cristiana CVCLAVOZ.
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