Voy a relatarles una de mis historias imprescindibles de la cuarentena. Después de 82 días de confinamiento la vida cambió, no sé si para siempre, pero cambió. El mundo entró en un estado desconocido para la mayoría de nosotros. Tal vez una comparación posible sea la de una guerra efectivamente mundial. Y en esos días de aislamiento la mirada se hizo más aguda, más perceptiva.
Parecerá superficial esta historia a quienes vivieron situaciones de vida muchas graves y les doy toda la razón. Pero soy un hombre viejo, vivo solo y no tengo las urgencias de una familia o de alguien que maneja un negocio o empresa. Por eso, no poder ir a desayunar todas las mañanas a mi pequeño lugar en el mundo que es Amélie fue todo un tema. La cuarentena cerró todo. Calles y bulevares fueron por muchos días soledad y silencio.
¿Por qué es tan importante para mí ese tiempo imprescindible cada mañana? Porque es un momento de contacto con la gente y con el mundo alrededor. Es un espacio para pensar, para escribir y para leer. Para la conversación breve y cordial con personas que me aprecian. Después de tantos años y de tantas batallas vividas, es una indulgencia que puedo otorgarme sin ofrecer disculpas.
Hoy, después de casi tres meses de cuarentena, se permitió la apertura de cafés, bares y restaurantes. Abrió Amélie y escribo estas líneas tomando mi desayuno personalizado: las chicas conocen de memoria cómo debe ser. La mañana está soleada, fresca y luminosa. Se respira un aire de expectativa y de esperanza en la ciudad. Así que, aunque entiendo que hay muchas cosas más importantes y graves, hoy les cuento mi historia imprescindible de Amélie.
Más tarde, el día me envuelve con sus obligaciones, mensajes, documentos y reuniones. Pero es increíble que, después de tanto tiempo, me alegre la rutina. Me alegra porque marca el regreso a cierta normalidad. Algunos dicen que nunca las cosas serán iguales. Supongo que sí. Pero por ahora hay una que no cambió y que espero seguir disfrutando: mi desayuno cotidiano en Amélie.
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