Esta es la crónica de los diversos momentos en los que me invade ese sentimiento de pérdida del tiempo gastado en escribir aquí. Esa como irreparable sensación de la futilidad del intento por convencer a la inmensa mayoría de que las cosas no son como deben ser.
Pero la inmensa mayoría tiene sus ocupaciones. Inmersa en el espíritu de la época se mimetiza con la mentalidad de que todo da lo mismo pero igual hacen iglesia, practican religión, sueñan mundos futuros porque se dan cuenta de que aquí no van a cambiar nada.
Así que, para el registro, quedan algunos fragmentos de esta palabra perdida.
La palabra perdida en el tiempo. Argumentos inútiles que se disolvieron como neblina, entrada la mañana. Imaginaciones estupendas, percepciones magistrales que se escurrieron como manantial desaparecido en la arena del desierto. Gritos en la oscuridad, reclamos del alma sensible que presenciaba universos estallar, mundos nacer, estrellas desaparecer sin dejar rastro alguno.
Cuántas veces el anhelo de abdicar el tenaz magisterio de la palabra perdida. No había llegado a tiempo. No tarde, no. “Llego demasiado pronto, dijo luego, mi tiempo no ha llegado aún. Este formidable acontecimiento está todavía en camino, avanza, pero aún no ha llegado a los oídos de los hombres.” (El loco, en “De La Gaya Ciencia”, Friedrich Nietzsche, 1882).
El intoxicante veneno del éxito adormece los oídos de los dirigentes. El jolgorio de la mascarada no permite – todavía – sentir el áspero regusto de la ceniza, el descalabro de todos los huesos, la vertiginosa caída de todos los dioses. El discurso se ha hecho infructuoso. Los atalayas tienen dolores de parto y dan a luz viento. Toda conquista es una ilusión. Todo avance no es más que un continuo retorno. Los oídos están tapados, los ojos permanecen cautivos de los espejismos del sistema, la conciencia adormecida por las estridentes y espectaculares producciones.
La multitud embelesada por los flautistas no reconoce el peligro. Avanza mansamente a su destino cierto. Celebra el jubileo de los tiempos sin reconocer el profundo desencanto de la realidad. Desconoce la antigua luz de los profetas.
La verdad deviene panfleto. El rigor de la vida es aplacado con las baratijas de la autoayuda. La ruta de la conciencia progresa por astutos atajos y convenientes transportes. Los edificios vinieron a ser atractivos, cálidos refugios contra la tormenta del mundo.
No hay lugar para el loco. No hay sitio para el ermitaño. Son manchas en las tertulias institucionales. Sus ropas gastadas y sus arrugados papeles desentonan en la atmósfera de ágapes, festivales y asambleas. Los vigilantes los intiman – educadamente por cierto – a cambiarse de traje y guardar silencio. Si no, deben abandonar el salón.
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