Abro una ventana imaginaria en este otoño cuarentenario, un boquerón desesperado por aire, por luz solar. Unas ansias enormes de esa luna gigante de anoche que navegó por un cielo sereno y que no pude ver. Mi departamento no tiene ventanas a la calle. Sólo tres aberturas misericordiosas hacia un patio mínimo interior. A través de la reja que lo protege, veo retazos de cielo a veces de añil, a veces de gris. La luna no pasó por mi domicilio esta vez…
Mis amigas me envían fotos de cielos, montañas y lagos crepusculares. De horizontes que se incendian a las ocho de la noche. Evoco mis montañas lejanas en medio de esta ilimitada llanura mediterránea.
Invoco esta tarde a la imaginación para que se desborde de belleza. Para que me regale cuadritos de la vida que he conocido. Para llorar en silencio, despacito, en esta suerte de catacumba sanitaria.
La primera belleza que recuerdo es un sueño que tuve quizá a los ocho o nueve años. Veo un lago perfectamente cuadrado, rodeado de sauces que se inclinan perezosamente en sus orillas. Piso una arena dorada y arriba se extiende un cielo de turquesa imposible en la vida real. Un silencio encantador. Una luz profunda y eterna me abriga, me consuela de mi temprana angustia existencial.
El 5 de abril de 1970 viví una experiencia casi indescriptible de redención. Un batir de alas me alzó hasta una cumbre espiritual más allá de toda materialidad comprensible. Más tarde, en la profunda madrugada, me desperté agitado y tuve que preguntar: “Dios, ¿fue eso real?” Abrí mi Biblia al modo pentecostal, al azar. Mis ojos cayeron sobre estas palabras de Salmos 2:7: “Yo publicaré el decreto. Mi hijo eres tú. Yo te he engendrado hoy.”
La última belleza que vi antes del coronavirus y este confinamiento feroz fue una tarde soleada en el parque cercano. El sol reverbera a las seis de la tarde entre todos los verdes posibles. Todo se hace inmaterial y hay una magia de tiempo detenido, de luz, de esperanza, de amor.
Prosigo mi vida en este paro involuntario. Teletrabajo, dar clases, cocinar, limpiar. Leer, escribir y pensar.
Algún día deberé escribir sobre la secreta belleza de este encierro.
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