La puerta se abrirá a algunos y a otros se le cerrará. Luego de revisar los libros y las crónicas de lo vivido, el paso será franqueado o negado.
(Lo curioso de esta idea es que quienes la sostienen están seguros de que a ellos la puerta se les abrirá de par en par).
Una vez leí que Soren Kierkegaard, filósofo y teólogo danés, se asombraba de la arrogancia de los creyentes que se jactaban de entrar en la vida eterna. Olvidaban aparentemente eso de ocuparse día a día de la salvación con temor y temblor (Filipenses 2:12).
La puerta aquella que se presenta estrecha y difícil para encontrar describe más bien una forma de vivir que un encuentro futuro. Lo estrecho y difícil de hallar es que el amor que Dios nos ha dado lo impartamos al mundo. No es una puerta a la que mirar más allá del tiempo. Es una puerta a la que hay que entrar ahora.
La puerta que salva es servir primero a la generación presente en sus luchas y necesidades. Es después, cuando ya hemos hecho la tarea, que se abrirá a un estado futuro. La puerta que salva es inmensamente sensible a lo humano porque es inmensamente sensible a lo divino. La puerta que salva es hoy.
Abran la puerta a los pobres, a los marginados, a los perdidos, a los que nadie quiere, a los segregados por su raza o color, a los refugiados, a los destituidos del sistema cultural, a los desplazados.
Cierren la puerta a los orgullosos, a los haraganes, a los violentos, a los opresores. Ciérrenla a la infertilidad de la religión, a la vaciedad de la política, a la soberbia de la mentira y la manipulación. Ábranla a la compasión, a la vida, a la solidaridad, al servicio.
Puertas abiertas para los que tienen hambre y sed de justicia. Puertas cerradas para los traficantes del poder que calculan su fuerza en vidas humanas.
Puertas abiertas para ir a buscar a los solos y a las solas y darles un lugar sin condiciones ni etiquetas en la comunidad.
Puertas abiertas.
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