Tal vez llegará un día en que un hombre y una mujer, iguales a nosotros, tocarán este amor, y aún tendrá fuerza para quemar las manos que lo toquen. ¿Quiénes fuimos? ¿Qué importa?
La carta en el camino, Pablo Neruda
Hay una discusión en los ámbitos especializados —filosofía, sociología, ciencia, economía— sobre cómo seremos nosotros y el mundo después de la pandemia. ¿La vida volverá a ser como antes? ¿Nada será igual? ¿O diremos como Morfeo en la película Matrix: “Hay cosas que nunca cambian y otras que cambian todo el tiempo?”
Me inclino por esta última noción. La razón para mí es simple: somos seres humanos. Los grandes acontecimientos pueden sacar lo mejor o lo peor de nosotros. Podemos aplaudir en los balcones al atardecer al personal que trabaja en la salud. O poner carteles odiosos exigiendo que se muden de nuestro edificio para que no nos contagien.
Un viejo adagio de la vida y de la Biblia es éste: Por sus frutos se conoce el árbol. Decía Aristóteles que nuestros hábitos y nuestras costumbres creaban en nosotros algo así como una segunda naturaleza. La original, supongo, sería la deseable: capaces de amar, gregarios, responsables socialmente. La segunda puede ser una suerte de Dorian Gray oculto: egoístas, feos, malignos.
Lo curioso de todo esto, y como yo lo creo, es que nosotros elegimos lo que queremos ser. No me disculpo para nada al afirmar esto: no creo en predestinaciones ni en determinismos. Nada está escrito.
Sí, nuestro entorno, nuestra formación, nuestras relaciones sociales pueden empujarnos a ser de cierta manera. Pero la historia se muestra rica en este ejemplo constante: no pocas veces, en la más sórdida oscuridad surge la nobleza de espíritu y la generosidad. Y en ocasiones, a la inversa, en el esplendor de la riqueza y la inteligencia emerge la maldad más siniestra.
Lo que seremos después de esta pandemia depende de nosotros. ¿Seremos más responsables de nuestro mundo y de nuestra conducta social? ¿O seguiremos destrozando todo a nuestro paso como el más devastador de los virus?
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