“Pinto paisajes por poca plata para pasear por París” era un ejercicio de palabras que solíamos jugar; todas tenían que comenzar con “p”.
En el café donde vengo cada mañana, hay una inmensa fotografía de la Torre Eiffel con la estatuilla de la película Amélie. Hasta ahora, nunca he paseado por París.
Mejor dicho, nunca estuve en Francia. Una vez me invitaron a ir desde Madrid a París en el tren el alta velocidad, pero por alguna razón, no quise.
Aunque solía dibujar bastante bien en mi adolescencia, lo dejé por el arte de escribir. Desde entonces pinto paisajes literarios, en este caso, por ninguna plata; digamos que un acto de amor a la letra.
¿Qué es lo que pinto? Mi paleta de palabras diseña ensayos en borrador las más veces; en 400 palabras no se pueden proponer postulados filosóficos o científicos. A lo más, se esboza una idea.
La premura de tres artículos por semana hace inevitable algún gazapo, como un nombre equivocado, una letra errada, un pensamiento que requería más trabajo.
Pero igual se siente el vértigo de la creación. Por eso soy, sigo y pinto paisajes variados.
Con los años, me acostumbré a los escritos breves. Se convirtió en algo así como una deformación profesional.
Creo hacer dicho acá que nunca podría abordar una novela. Imposible. Así que, como he hecho con un par de libros, selecciono artículos y prosas ligeras para armar una antología mínima.
Una vez quise empezar una novela. Llegué a escribir dos páginas y lo entendí: no puedo. Ni debo, por respeto a la sensibilidad de los entendidos.
Un episodio de la adolescencia, la melodía de “El padrino” bailado despacito con ella una noche interminable, alguna filípica materna. Es mejor si pinto paisajes breves.
¿Pasear por París? Tengo la idea de que podré hacerlo antes del fin. No es un sueño tan loco. Mientras tanto sigo en lo mío: pinto paisajes escritos.
El siguiente crédito, por obligación, se requiere para su uso por otras fuentes: Artículo producido para radio cristiana CVCLAVOZ.
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