Este era un rey que tenía / un palacio colosal / Un coche de porcelana / y un jardín todo en cristal…
(Fragmento de una antigua canción de cuna)

Esta mañana desperté con este estribillo en mi cabeza. Eso me suele suceder con ítems tan diversos como La guerra del Peloponeso, Ajonjolí o Pero, ¿vos podés creer? No sé si a otras personas les pasa esta cosa rara. Mientras me preparaba para empezar el día la cantinela me estuvo rondando hasta que decidí darle un uso práctico: escribir sobre poder y riqueza.
En el Antiguo Testamento Dios advierte que si alguna vez su pueblo quisiera tener un rey, éste debía cuidarse de tres excesos: riqueza, poder y mujeres (Deuteronomio 17:14-20). Es interesante que Salomón, el rey más sabio (?), transgredió precisamente estas tres directivas. Las consecuencias no demoraron: apenas en la generación siguiente la unidad del reino fue destruida.
¿Por qué un gobernante tiene que acumular riquezas? ¿No le basta con el poder que trae consigo la primera magistratura? ¿Por qué esa obsesión de llenarse de plata, de tener palacios, autos caros, adicciones o asuntos sexuales clandestinos, atesorar plata en cuentas secretas? ¿Por qué acumular riquezas que jamás – repito, jamás – habrían adquirido si nunca hubieran sido llamados al gobierno?
Me he hecho la misma pregunta respecto de algunos líderes de iglesias gigantescas. Elevados a la condición de grandes siervos de Dios, no tardaron en agrandar su casa o simplemente construirse una mansión, adquirir vehículos de alta gama, enviar a sus hijos a colegios privados de gran prestigio, rodearse de ayudas de cámara y guardaespaldas y también, claro, acumular dinero. Para el registro, queda constancia que hay excepciones honrosas que, como siempre digo, no hacen más que confirmar la regla.
Hubo algunos gobernantes en América latina – en una época irrepetible, por cierto – que llegaron al poder y se fueron con el mismo patrimonio. Que caminaban por la calle desde su departamento hasta el palacio de gobierno sin miedo de la gente. Que nunca se permitieron dilapidar el dinero del Estado en “gastos de representación”.
Por supuesto, no sugiero que el líder de una inmensa iglesia o el presidente de una nación se traslade en metro o tenga que hacer cola en Servipag o RapiPago. Pero de ahí a convertirse en multimillonarios hay una enorme distancia. Más si es con dinero que sale de los bolsillos del pueblo en forma de impuestos o diezmos.

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