Así como limpiamos profundamente los baños y la cocina, los pisos y las ventanas en nuestros hogares, debemos tomarnos el tiempo para limpiar nuestras mentes y nuestros corazones.
¿Cómo los limpiamos? Primero, pidiendo a Dios que nos revise y nos indique qué estamos guardando allí que le moleste o le incomode a Él. Porque si le incomoda a Él es porque no es bueno para nosotros. Segundo, perdonando de corazón a quienes nos hayan hecho daño. Es bueno decirlo y que nos escuchemos, y si lo podemos decir directamente a la persona o personas, es mejor aún, pero si no es posible, tenemos que decirlo con toda honestidad y escucharnos, para que cuando volvamos a pensar en algo de lo que nos hicieron y nos hirió, podamos “barrerlo hacia afuera” con el ¡“ya lo perdoné”! Y tercero, pensando en las cosas agradables que nos han hecho; también ayuda pensar en las bondades de las que disfrutamos, como: poder caminar, oler, mirar, respirar, escuchar, sentir, tener agua corriente en nuestra casa, un techo sobre nuestras cabezas y alimento cuando tenemos hambre. Hay mucho más por lo cual dar gracias que por exigir, demandar o pedir.
Limpiemos nuestro corazón y nuestra mente de rencores y también de pensamientos negativos que puedan llegar a convertirse en juzgar o presuponer por cosas que vemos o que nos dicen. Eso envenena nuestra alma también. Solo hay uno que todo lo sabe y que puede ver dentro de nuestras mentes, solo uno que conoce nuestras intenciones y nuestros más profundos deseos. Pongámonos en Sus manos y permitamos que Su Espíritu Santo habite en nosotros manteniendo ese lugar, nuestra alma, profundamente limpia.
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