A veces no queda otra que clausurar y colocar el letrero “Cerrado por derribo”. Hay que destripar griferías y caños, desmantelar mamposterías, quitar puertas y ventanas para finalmente echar abajo techos y muros. Hay que dar paso a lo nuevo. Hay que reinventarse, reconstruir, armar todo de nuevo. Cuando se tienen las ganas y las posibilidades, hay que intentarlo todo de vuelta – menos las historias de amor según yo.

Es verdad, el rito de la memoria a veces nos ampara en su mundo de nostalgias. Nos regresa imaginariamente a una época donde no había dudas, donde todas las historias de amor parecían eternas – no más que la primavera entendí después – y nosotros éramos los héroes, corsarios que navegábamos los mares del mundo destruyendo el imperio de los malvados, salvando vidas y levantando reinos de justicia y paz.

Pero el tiempo pasa. En esta sección usted ya se ha acostumbrado a leer que llegó el tiempo de los grandes terremotos, cuando las sólidas convicciones se vinieron abajo, donde las lealtades se renunciaron a la vista de los porfiados hechos y las continuas querellas, y el mundo simplemente dejó de ser lo que era para dar paso a la tropelía del miedo, el desorden, el desamparo.

Esa demolición interior termina por desgastar la fachada, todo ese tinglado exterior que se llama trabajo, vida social, trayectoria, imagen pública y entonces llega el tiempo de demoler afuera también. Porque no hay cosa más terrible que gastar toda la energía del mundo por mantener una fachada funcionando en nombre del prestigio, la familia o la misión. Hay quienes se sostienen en ese predicamento feroz y no juzgo nada de eso. Lo encuentro terrible no más…

Es triste derribar una historia, un discurso, un mundo antiguo. Pero quizás valga la pena considerar que allí, en ese mismo terreno y a veces con varios de los materiales de la antigua construcción, se puede levantar algo totalmente nuevo, promisorio, interesante.

(Publicado en diciembre de 2013)

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